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Anécdota

EL PATILLAL DE LAS ALEGRIAS Y DEL LLANTO DE DIOMEDES.

Tomado del Libro: Un muchacho Llamado Diomedes - Publicado en 1995

Diomedes, fue siempre un pelao tenaz, colaborador y trabajador. Un día, su abuela Pema, quiso premiar esas virtudes, regalándole un chivo recién nacido de un parto triple.

El parto triple de una cabra de Mamá Pema, abuela de Diomedes, fue un acontecimiento genético y premonitorio de la prosperidad del pelao tenaz, colaborador y trabajador, que con el tiempo llegó a poseer un rebaño propio de pequeño ganadero de especie menores.

Por decisión de su abuela, Diomedes sería el amo de uno de los tres chivitos recién nacidos, tanto por voluntad de ella, como por la dificultad de mamá cabra de alimentarlo.

“Usted sabe que las cabra tienen sólo dos teta”, me dijo Diomedes con su desparpajo natural. “Había que ayudale a la crianza de los animalito”, agregó

“Un día alguien me dijo que se iba a poné jediondo porque estaba muy grande y tamacón. Cuando los chivos tienen cierta edá y no se capan, es casi seguro que la carne sale con un sabor fuerte como a miao. Cualquier día decidí comémelo. Como se acercaba el mes de diciembre, pensé hacelo en nochebuena”, le dijo a este escritor, cuando conversábamos sobre esa anécdota.

Transcurría un año muy duro en la región. Los ríos se habían secado. Los cultivos azotados por el verano, no daban esperanzas. Como no hubo cosecha, la familia de atravesaba por una época difícil. Los muchachos carecían de ropa y zapatos, lo que hizo que los planes, con el chivo, cambiaran: sería sacrificado ya no para festejar Nochebuena, sino para vender la carne y comprar algunas cosas que la familia necesitaba.

El mismo Diomedes, tomó un cuchillo de cocina, se fue hacia donde su padre afilaba sus herramientas, le sacó filo y lo mató. “Recuerdo que lo maté como a las siete de la mañana y cuando eran las ocho, ya había vendío hasta el cuero. Le hice veinticinco peso”, explica.

Después de hacer un perfecto ejercicio de matarife en ciernes, se presentó ante su abuela, con las manos y la ropa ensangrentadas:

-¡Hijo qué pasó? – le preguntó ella, sorprendida.
-Nada mamá, maté el chivo y ya vendí la carne.

Le comentó que la experiencia le había gustado. La venta rápida de la carne auguraba éxitos para un negocio de ese tipo. Sacrificar animales para vender, suponía Diomedes, mejoraría la situación económica de la familia.

“Terminé convenciendo a mama Pema, pa’ que me vendiera una oveja. Esa la maté al día siguiente. Era una oveja más grande que el chivo. A esa le hice cuarenta peso, además me quedó la carne pa’ el almuerzo de la casa”.

El nuevo negocio lo condujo a comprar animales por toda la región. Una cabra en La Subía, dos chivos en Patillal, tres ovejas en La Junta. Que uno por aquí, que otro por allá. El crecimiento del negocio fue vertiginoso. No había pasado mucho tiempo cuando abandonó el arte de matarife y comenzó a vender animales en pie.

Llegó el día en que mantenía encerradas, en el corral de la casa, hasta una docena de cabras para la venta. Cualquier día apareció en Carrizal, el matarife de Patillal, con el objetivo de hacerle una compra. Negociaron muy rápido, aunque la conversación previa les habría tomado un rato. Cuando  abordaron el asunto de las condiciones de pago, hubo un sencillo cruce de palabras que dejó al descubierto el diestro negociador Diomedes Díaz.

El hombre se echó los animales por delante, a pie, arriándolos en medio de un estropicio camino hacia Patillal. “Mañana, o a más tardar pasado mañana, tenei la plata aquí”, le dijo. “Uste lo ha dicho”, respondió Diomedes.

Pasaron los primeros dos días y no apareció. Esperó con calma otros días más hasta que se cumplió la primera semana. La siguiente semana, tampoco apareció. Tomó la decisión de ir a cobrarle. Transcurría la mañana siguiente a una noche de pesadillas, que reflejaban su angustia.

Determinó tomar camino hacia Patillal a rescatar el dinero. Muchos años transcurrieron desde ese hecho, hasta contarlo. Por eso, una ligera confusión, lo insinuaba: “creo, dijo, que eran tres mil quinientos pesos”, pero a valor de la época, siete animales, que vendió, podrían tener un costo no superior a trescientos cincuenta pesos.

Arrancó a pie y solo. Con paso trémulo recorrió más rápido de lo que pensó los cinco kilómetros de lomas, piedras y arena que separan a Carrizal de Patillal. Iba sin desayuno y muerto de sed. Unos días después conversando con sus padres a la orilla del fogón, aseguró, que yendo para Patillal, se le aparecieron unas corrientes de agua cristalina que descendían del aire y besaban las sabanas. Cuando trataba de acercárseles, desaparecían.

Su papá, inútilmente, trato de convencerlo, de la sensación acuática del espejismo. Pero solo unos días después, pastoreando las ovejas y sin las alucinaciones que le produjo la sed y el hambre el día en que se dirigía a Patillal, observó lo que su padre trató, infructuosamente, de explicarle en aquella ocasión.

Creyó encontrar La Malena, crecida, pero no, tampoco extrañó que siguiera siendo el arroyo de mariposas más que de agua, que define los límites entre los departamentos del Cesar y La Guajira, inspiración para el paseo Tiempos de Cometa, del compositor patillalero, fallecido, Fredy Molina.

Este riachuelo bordea por el nororiente al hermoso Patillal. Solo pudo entretenerse, un rato, mirando, desde el tronco de un “corazón fino”, el revoloteo de mariposas de colores peleándose la humedad. De sus glándulas salivales descendía un mar de salivas que él aseguraba para sí, tenía sabor a gaseosa fría. Aceleró el paso y llegó raudo a la casa de Ismel, el deudor, quien, con la camisa desabotonada, salaba unos cueros de cabra, en un viejo portón que daba acceso al patio de la residencia.

-Vengo por mi plata – le dijo, un tanto molesto.

Ismel, sacó un fajo de billetes del bolsillo de la camisa, y luego de presentarle excusas, se lo entregó.

Esperándote a ti, nos hubiéramos muerto de hambre – le dijo Diomedes, un tanto molesto.

Se metió los billetes, envueltos en un papel, en el bolsillo derecho del pantalón y se sentó a tomarse un tinto que le brindó la mujer del matarife. Cuando lo terminó, se despidió y arrancó a paso veloz en dirección a una tiendecita, situada cerca al expendio de carne. Ni siquiera el tinto mitigó las ansias que le producía la sed. En su boca permanecía, más puro que nunca, el sabor a gaseosa, solo que ahora también le sabía a pan.

No soportó más y se puso a llorar, lo que hizo que el pueblo de Patillal, entero, conmovido, se movilizara para buscar la plata que nunca encontró. Diomedes, lloraba de manera incontenible, y con razón, estaba perdiendo toda la “fortuna” ganada con mucho sacrifico. Desafortunadamente, la búsqueda no arrojó resultados. La gente aburrida de rastrear el lugar comenzó a retirarse y a él no le quedó otro camino que partir hacia Carrizal.

Por el camino, y siempre a pie, se metió las manos en los bolsillos y tuvo la sensación de que sus dedos palpaban los billetes que había perdido. En efecto, allí estaban, creyó. Inmediatamente dio media vuelta y se devolvió a pagar la gaseosa y el pan que comenzó a comerse en la tienda de Chema.

Con paso rápido y alegre caminó pocos metros, haciendo planes con la plata y acariciando sin malicia, los billetes con los dedos. Por fin decidió sacarlos. Los empuñó, fuertemente, y dirigió su mirada hacia el cielo en actitud de agradecimiento a Dios por el hallazgo inesperado, pero la alegría fue fugaz. Su bolsillo guardaba solo el papel en que había envuelto el dinero. Lo lanzó al viento y enrumbó su paso trémulo, nuevamente, hacia Carrizal, e introdujo nuevamente, las manos en los bolsillos, en señal de desazón.

Esta vez descubrió la razón de la pérdida. Su bolsillo estaba roto y había dejado salir el producto de su trabajo. “Quedé limpio, limpio, limpio”. Faltando unos dos kilómetros para llegar a Carrizal, cerca de una finca conocida como El Virgo, encontró un burro. 

“Era un burro ratón. Le habían acabado de quitá la engarilla, porque todavía la tenía pintaíta en el espinazo. Era ya de tarde. Claro; yo me había pasao casi todo el día buscando la plata. Yo iba muy afligío, cuando en eso, veo al burro. Recuerdo que tenía una marca con la forma de la letra jota. Pensé entonce: no será que Jesucristo se me apareció en forma de burro?.

“Me le fui con cuidao y lo agarré. Lo tomé, no con el fin de robármelo sino para que me terminara de llevá a la casa y allí soltalo”.

Sentado a horcajadas sobre el animal a puro pelo, y abatido por todo lo sucedido, continuó su camino rumbo a la casa. Llegando, divisó en la puerta, a un viejo vestido de gris, montado en una mula que se abanicaba con un sombrero sabanero. El señor gesticulaba hacia el interior de la casa en donde se encontraba Rafael María Díaz, padre de Diomedes.

Cuando estuvo más cerca, escuchó:

Rafael, necesito un muchacho para pajarear un maíz en Potrerito- decía el viejo.

Ese soy yo- gritó él, desde el burro, cuando entraba por el portón al patio.

Sin esperar la anuencia de su padre comenzó a prepararse. “Mi papá daba la sensación de está disgustao por el burro en que me aparecí en la casa. Le expliqué como lo había encontrao. Inmediatamente, aceptó mi viaje. Me recomendó juicio, y una cosa muy especial, que soltara al burro en cuanto llegara a Potrerito”.

“Recuerdo que mamá me preparó las pocas cosas que me llevaría. En un saco de fique me echó una hamaca y un arropijo”. Este último era una manta improvisada con parte de la tela del tabique de la casa, que separaba la sala del aposento. “Como era de lona allá podía servirme de arropijo, porque es muy cerca de la Sierra Nevada, y hace mucho frío”. Del equipaje también hacia parte un pequeño radiorreceptor y una linterna.

Partió, esa misma tarde, rumbo a Potrerito, nombre de una vereda de unas cuantas casas de bahareque, separadas por kilómetros, situadas en las estribaciones nororientales de la Sierra Nevada de Santa Marta.

La noche no esperó o esperó muy poco. No bien lo había abrazado la espesura del bosque, comenzó a llover a cántaros. Las lechuzas y los búhos chucheaban con más amargura que siempre. El tiempo fue largo como grande el cansancio para llegar al punto. Pero bien adentro sintió que alguien le haría compañía. Había un tropel de perros y los cascos de unos animales se le acercaban en sentido contrario. Simultáneamente, un vaho profundo a bestia sudada y almizcle invadió el sector. Se despertó en él, un miedo pavoroso.

Pronto sintió un susurro tenue en una lengua enredada y supuso que eran indígenas. En efecto un grupo de ellos bajaba de la Sierra.

Compadre – les dijo

Compadra- respondió uno de ellos.

Detuvieron los animales en medio de una pertinaz llovizna y en español medio enredado le explicaron que estaría llegando al lugar en la madrugada. Tanto ellos como él, prosiguieron el viaje. Sentía que el miedo no le permitiría llegar, pero fue más fuerte su decisión y necesidad de lucha. Por fin llegó.

Con las explicaciones que le había dado Teodoro, en Carrizal, ingresó al caserío y continúo unos kilómetros más adentro, hasta encontrar la que sería su nueva vivienda por un buen tiempo. Fue allí en donde se estrenó como espantapájaros.

Luis Joaquín Mendoza Sierra

De esencia campesina, hijo de la calle, como llamaron, por siempre, a los paridos fuera del matrimonio, nacido en el corregimiento de La Peña (La Guajira), creció realizando tareas rurales en calidad de sirviente, hasta que soñando trascender, fundado en su gran tenacidad, se trasladó a Valledupar, y al ganar unos pesos desempeñándose como maletero y, más tarde, lustrabotas en el aeropuerto Alfonso López, de esa ciudad, se lanza a la conquista del universo que soñaba convirtiéndose en comunicador social-periodista, en la Universidad Autónoma del Caribe.

Luego de un recorrido feraz a través de medios de comunicación de Valledupar, escala hacia Bogotá en donde labora como periodista de RCN radio orientado por el maestro Juan Gossaín, y al tiempo, por las noches y los fines de semana estudia, inicialmente, la maestría en ciencias políticas y, luego, la especialización en integración económica internacional en la Pontificia Universidad Javeriana.

La experiencia y los estudios lo convierten en estratega de campañas políticas exitosas, a través de un marketing innovador y, finalmente se encamina por la competitividad a partir de la que lidera la formulación de planes y agendas de productividad y competitividad, de los departamentos del Cesar y La Guajira.

Luis Joaquín, un ser humano que transpira humildad y generosidad, ha escrito varios libros, entre ellos la biografía novelada de Diomedes Díaz, Un Muchacho Llamada Diomedes que, con la muerte del cantautor de fama internacional, desarrolla una versión aumentada llamada El Silencio del Coloso. Es, así mismo, músico y compositor por afición y estudioso de la competitividad territorial en la que se desempeña como consultor regional.