Arrancó a pie y solo. Con paso trémulo recorrió más rápido de lo que pensó los cinco kilómetros de lomas, piedras y arena que separan a Carrizal de Patillal. Iba sin desayuno y muerto de sed. Unos días después conversando con sus padres a la orilla del fogón, aseguró, que yendo para Patillal, se le aparecieron unas corrientes de agua cristalina que descendían del aire y besaban las sabanas. Cuando trataba de acercárseles, desaparecían.
Su papá, inútilmente, trato de convencerlo, de la sensación acuática del espejismo. Pero solo unos días después, pastoreando las ovejas y sin las alucinaciones que le produjo la sed y el hambre el día en que se dirigía a Patillal, observó lo que su padre trató, infructuosamente, de explicarle en aquella ocasión.
Creyó encontrar La Malena, crecida, pero no, tampoco extrañó que siguiera siendo el arroyo de mariposas más que de agua, que define los límites entre los departamentos del Cesar y La Guajira, inspiración para el paseo Tiempos de Cometa, del compositor patillalero, fallecido, Fredy Molina.
Este riachuelo bordea por el nororiente al hermoso Patillal. Solo pudo entretenerse, un rato, mirando, desde el tronco de un “corazón fino”, el revoloteo de mariposas de colores peleándose la humedad. De sus glándulas salivales descendía un mar de salivas que él aseguraba para sí, tenía sabor a gaseosa fría. Aceleró el paso y llegó raudo a la casa de Ismel, el deudor, quien, con la camisa desabotonada, salaba unos cueros de cabra, en un viejo portón que daba acceso al patio de la residencia.
-Vengo por mi plata – le dijo, un tanto molesto.
Ismel, sacó un fajo de billetes del bolsillo de la camisa, y luego de presentarle excusas, se lo entregó.
Esperándote a ti, nos hubiéramos muerto de hambre – le dijo Diomedes, un tanto molesto.
Se metió los billetes, envueltos en un papel, en el bolsillo derecho del pantalón y se sentó a tomarse un tinto que le brindó la mujer del matarife. Cuando lo terminó, se despidió y arrancó a paso veloz en dirección a una tiendecita, situada cerca al expendio de carne. Ni siquiera el tinto mitigó las ansias que le producía la sed. En su boca permanecía, más puro que nunca, el sabor a gaseosa, solo que ahora también le sabía a pan.
No soportó más y se puso a llorar, lo que hizo que el pueblo de Patillal, entero, conmovido, se movilizara para buscar la plata que nunca encontró. Diomedes, lloraba de manera incontenible, y con razón, estaba perdiendo toda la “fortuna” ganada con mucho sacrifico. Desafortunadamente, la búsqueda no arrojó resultados. La gente aburrida de rastrear el lugar comenzó a retirarse y a él no le quedó otro camino que partir hacia Carrizal.
Por el camino, y siempre a pie, se metió las manos en los bolsillos y tuvo la sensación de que sus dedos palpaban los billetes que había perdido. En efecto, allí estaban, creyó. Inmediatamente dio media vuelta y se devolvió a pagar la gaseosa y el pan que comenzó a comerse en la tienda de Chema.
Con paso rápido y alegre caminó pocos metros, haciendo planes con la plata y acariciando sin malicia, los billetes con los dedos. Por fin decidió sacarlos. Los empuñó, fuertemente, y dirigió su mirada hacia el cielo en actitud de agradecimiento a Dios por el hallazgo inesperado, pero la alegría fue fugaz. Su bolsillo guardaba solo el papel en que había envuelto el dinero. Lo lanzó al viento y enrumbó su paso trémulo, nuevamente, hacia Carrizal, e introdujo nuevamente, las manos en los bolsillos, en señal de desazón.